martes, 13 de marzo de 2012

La fidelidad no se mide con números

Cuando era un adolescente estaba a cargo de un grupo de Embajadores del Rey en mi iglesia en Santa Clara. No recuerdo si por aquel entonces se hacia algún énfasis especial para que los jóvenes siguieran el llamado de Dios al ministerio, pero lo cierto es que tres jóvenes de aquel grupo servimos como pastores.
Salíamos a hacer visitas misioneras y también participábamos en las actividades de las misiones que atendía la iglesia. Uno de los embajadores que andaba más conmigo era Ferrer. Crecimos y tomamos diferentes caminos. Yo me fui a la Capital del país a estudiar ingeniería y Ferrer se fue también a estudiar pero al Seminario teológico.

Pasaron algunos años y yo me vi forzado a dejar la carrera que estudiaba. Un gran número de pastores cubanos fueron puestos en prisión a la vez, y una gran cantidad de iglesias quedaron sin pastor. En aquella situación un grupo de estudiantes universitarios dimos un paso de fe y comenzamos a trabajar como “pastores laicos” en algunas de las iglesias cuyos pulpitos habían quedado vacios. Era una tarea difícil y de mucho sacrificio ya que no recibíamos remuneración alguna y ninguno de nosotros tenía recursos y teníamos que sufragar nuestros propios gastos. Trabajábamos para mantener a nuestras familias y para ayudar al ministerio que hacíamos.

Ferrer me invitó para ir a predicar en una campana de evangelismo a la iglesia de Esperanza, donde él era pastor. Yo nunca he sido evangelista, pero me gustó la idea de ir a ayudar a mi amigo y ver cómo se desarrollaba en su pastorado mi antiguo camarada de los Embajadores del Rey.

Yo sentía en mi corazón la llama del llamado de Dios y deseaba entrar al Seminario para prepararme para servir como pastor a tiempo completo. De manera que la ocasión me ayudaría a conversar con Ferrer sobre algunos tópicos en los cuales tenía algunas dudas.

Como parte del programa que se había preparado, estaban visitas a miembros y amigos de aquella iglesia. Recuerdo en especial un día en el que salimos en ómnibus y luego de parar en la carretera tuvimos que andar todo el día por el campo. Al igual que Ferrer yo era un chico de la ciudad, no estaba acostumbrado a aquellos andares y en especial, tenía otro concepto un poco diferente del ministerio. En verdad me veía en un gran templo, con un gran coro, un gran piano y muchas personas asistiendo, muchos programas y actividades de todo tipo. Pero en verdad, no me veía montando a caballo por el medio del campo sin más compañía que el Espíritu de Dios, enfrentando las inclemencias del tiempo y soportando hambre y sed en medio de las travesías, compartiendo lo poco que pudiera tener con aquellos que tenían mucho menos que yo. No, definitivamente esto no era lo que yo había pensado.

Aquella noche, después del culto, mientras cenábamos comenté con Ferrer y su esposa mis dudas. Le dije que pensaba que el futuro de la obra en Cuba dependía de las grandes iglesias de las ciudades ya que eran las que tenían las posibilidades de crecer, ya que más y más personas dejaban el campo para venir a vivir en las ciudades. Yo no podía concebir cómo se pudiera fortalecer una congregación con personas que tenían que andar tres y cuatro horas a caballo para llegar al templo. ¿Cómo pudiera impactar a la sociedad cubana que se hacia más atea por días y se volvía a las ciudades una iglesia rural?

Pero para el final de la semana mi criterio había cambiado por completo. Había visto a Dios obrando en las vidas de aquellos campesinos simples y sin educación. Ellos reflejaban el poder del evangelio y sus vidas habían sido transformadas. De alguna manera, aquellos humildes hermanos mostraban toda la grandeza y el poder de Dios obrando en sus vidas. Lo importante no era cuántas personas se podían alcanzar sino cómo se podía transforma la vida de aquellos que habían decidido responder al llamado del Maestro. Indudablemente, yo me había estado perdiendo la bendición mayor y tenioa que reajustar mi concepto sobre el crecimiento del Reino.

El problema es muy simple: ¡Dios ve al mundo de una manera diferente a como nosotros lo vemos! La historia recoge los nombres y hechos de hombres que llegaron a ser grandes según los estándares del mundo, pero en la Biblia las cosas son diferentes. Si observa notara que en el libro de Éxodo, no se menciona el nombre del faraón con el que Moisés y Aarón tuvieron que lidiar. ¿Por qué será? ¿Se le pasaría al Espíritu Santo inspirar ese detalle? Sin dudas que no. El asunto es que para Dios eran más importantes las humildes parteras Sifra y Fúa cuyos nombres han pasado a la historia porque TEMIERON A DIOS y no dieron muerte a los niños hebreos y dice la Biblia que Dios hizo bien a las parteras. El asunto es que para Dios la fidelidad de estas mujeres humildes era más importante que las pirámides.

Y si hubiere alguna duda todavía, Apocalipsis nos presenta de manera admirable la visión triunfante del Cordero de Dios, que después de ser despreciado y desechado, después de ser crucificado entre malhechores y puesto en una tumba ajena al morir, venció a la muerte y aparece sentado en Su trono de gloria junto al Padre. La grandeza en la Biblia apunta a la gloria de Dios y no a la nuestra. Debemos de tomar las cosas que Dios pone a nuestro alcance en la tierra para que sirvan como reflectores que destaquen la grandeza y la gloria de Dios y no la nuestra.
Definitivamente, no creo que Dios se impresione con los números de asistencia o bautismos o visitas, ni con los presupuestos ni con los edificios grandiosos. Tenemos que cambiar nuestra manera de ver el Reino. Dios busca vidas transformadas que muestren Su grandeza.

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Oscar