domingo, 20 de mayo de 2012

La prisión del orgullo

Por Max Lucado

E
n comparación con las celdas brasileñas, esta no estaba tan mal. Había un ventilador sobre la mesa. Cada una de las camas gemelas tenía un delgado colchón y una almohacia. Había un inodoro y un lavatorio.

No, tan mal no estaba. Pero, por otro lado, no era yo quien debía permanecer allí.
Aníbal sí. Estaba ahí para quedarse.

Más sorprendente aun que su nombre era el hombre mismo. El ancla tatuada en su antebrazo simbolizaba su personalidad: hierro forjado. Su amplio tórax estiraba su camisa. El movimiento más leve de su brazo abultaba sus bíceps. Su rostro tenía aspecto de cuero tanto por la textura como por el color. Su mirada penetrante podía ampollar a un adversario. Su sonrisa era una explosión de dientes blancos.

Pero hoy la mirada penetrante se había ido y la sonrisa era forzada. Aníbal no se encontraba en las calles donde era el jefe; estaba en una cárcel donde era un prisionero.

Había matado a un hombre, un «delincuente del vecindario», como lo llamaba Aníbal, un adolescente inquieto que vendía marihuana a los niños en las calles y fastidiaba a todos con su hablar. Una noche, el vendedor de drogas se excedió con sus palabras y Aníbal decidió silenciarlo. Se había ido del bar atestado donde ambos habían discutido, fue a su casa, sacó una pistola de un cajón y regresó al bar otra vez. Aníbal entró y llamó al muchacho por su nombre. El vendedor de drogas se volteó justo a tiempo para recibir una bala en el corazón.

Aníbal era culpable. Punto. Su única esperanza era que el juez estuviese de acuerdo en que le había hecho un favor a la sociedad al desembarazarse de un problema del vecindario. En un mes sería sentenciado.

Conocí a Aníbal por medio de un amigo cristiano, Daniel. Aníbal había levantado pesas en el gimnasio de Daniel. Este le había regalado una Biblia y lo había visitado varias veces. Esta vez Daniel me llevó a él para hablarle acerca de Jesús.

Nuestro estudio se enfocó en la cruz. Hablamos acerca de la culpa. Acerca del perdón. Los ojos del asesino se suavizaron ante la idea de que aquel que mejor lo conoce es quien más lo ama. Su corazón fue tocado mientras hablábamos acerca del délo, una esperanza que ningún verdugo podía quitarle.

Pero al empezar a tratar el tema de la conversión, el rostro de Aníbal empezó a endurecerse. La cabeza que antes se había inclinado hacia mí con interés, ahora se enderezó con cautela. A Aníbal no le agradó mi comentario de que el primer paso hacia Dios es reconocer la culpa. Le incomodaban frases como «Me he equivocado» y «perdóneme». Decir «Lo siento» no concordaba con su carácter. Nunca había retrocedido ante un hombre, y no estaba dispuesto a hacerlo ahora, aunque ese hombre fuese Dios.

En un último esfuerzo por vencer su orgullo, le pregunté:
—¿No quiere ir al cielo?
—Seguro —refunfuñó.
—¿Está listo?

Anteriormente quizás se hubiese jactado diciendo que sí, pero ya había escuchado demasiados versículos de la Biblia. Lo sabía bien.

Clavó la mirada en el piso de concreto durante un largo rato, meditando en la pregunta. Por un momento pensé que su corazón de piedra se resquebraba. Durante un segundo, pareció que el rudo Aníbal reconocería sus fracasos por primera vez.

Pero me equivoqué. Los ojos que se levantaron para encontrarse con los míos no estaban anegados de lágrimas; estaban airados. No eran los ojos de un pródigo arrepentido; eran los de un prisionero furioso.

—Está bien —dijo encogiéndose de hombros—. Me convertiré en uno de sus cristianos. Pero no espere que cambie mi manera de vivir.

La respuesta condicional me dejó un gusto amargo en la boca.

—Usted no es quien establece las reglas —le dije—. No se trata de un contrato que usted negocia antes de firmarlo. Es un regalo… ¡un regalo inmerecido! Pero para poder recibirlo, hace falta que reconozca que lo necesita.

—Está bien.

Pasó sus gruesos dedos por su cabello y se puso de pie.

—Pero no crea que va a verme en la iglesia los domingos. Suspiré. ¿Cuántos golpes en la cabeza es necesario que reciba un hombre para que pida ayuda?

Al observar a Aníbal caminar de un lado a otro de la pequeña celda, comprendí que su verdadera prisión no estaba construida con ladrillos y argamasa, sino de orgullo. Había sido encarcelado dos veces. Una por asesinato y otra por obstinación. Una vez por su país y otra por sí mismo.

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Oscar