Por Dr. Oscar J. Fernandez
Es muy
conocida la historia del anciano filósofo chino que subió a una alta montaña
con la intención de darle una enseñanza a su joven discípulo. Era un día
nublado y con mucho aire en medio del invierno. Una vez en la cima, el anciano tomó
una hoja de papel en la cual escribió varias frases y pensamientos. Luego agarró
la hoja de papel y la cortó en pequeños fragmentos que colocó cuidadosamente en
una de sus manos. Mirando a su discípulo el anciano le dijo, observa ahora lo
que va a suceder. Y elevando su mano, abrió la misma. El aire huracanado arrancó
los pedacitos de papel que volaron en todas direcciones.
Entonces en
anciano filósofo le dijo al joven. Ahora ve y recoge los fragmentos para que
puedas leer lo que escribí. El discípulo con su cara mostrando su perplejidad y
asombro le dijo: “maestro, eso es totalmente imposible”. A lo que el filósofo
le respondió: “tienes razón, eso es lo que sucede cuando se hace un comentario
sobre otra persona, y peor cuando se repite un chisme”. ¡Nadie puede recoger lo
que ha dicho!
No sé si usted alguna vez ha dicho algo que luego ha tenido
que lamentar, aunque haya hablado sin la intención de ofender. Hay un refrán
que dice: “Las palabras se las lleva el viento”. Pero esa es una gran mentira.
Las palabras suelen taladrar el alma y quedar grabadas de forma indeleble, con
fuego, resonando como el eco en un cañón profundo en el corazón del ofendido.
Recuerdo en una
ocasión que había un teléfono descolgado en casa y cuando fui a colgarlo escuché
a alguien que estaba hablando por otra extensión mal de mí. Ha pasado mucho
tiempo de aquel desagradable incidente, y aunque he orado mucho por esa
persona, cada vez que la veo, me parece estar escuchándola.
Yo también he
hablado mal de algunas personas durante mi vida y aunque luego he hecho hasta
lo imposible por restaurar las relaciones, siempre ha quedado la cicatriz de la
herida infringida. Hubo una ocasión en la cual mi esposa y yo estábamos siendo
testigos presenciales de algunas cosas que no considerábamos correctas y un día
me descubrí hablando airadamente de aquellas personas que según mi escala de
valores éticos, estaban actuando mal. Mi sorpresa fue tal y mi convicción de
estar haciendo algo indebido fue tan grande, que ese día me comprometí a nunca
más volver a hablar de aquellas personas ni a criticarlas en lo absoluto y en
lugar de eso, comenzar a orar por ellas,
cada vez que algún mal pensamiento viniera a mi mente, o cada vez que viera que
hicieran algo que yo pensara que era incorrecto. Desde entonces, he adoptado
esta práctica y la aplico con todo el mundo. Cuando encuentro un motivo para
criticar a alguien, doblo las rodillas y comienzo a orar por esa o esas
personas.
Desde entonces,
cuando siento deseos de criticar a alguien,
me pongo a orar por esa persona, porque reconozco que la lengua tiene un
veneno mortal que daña. No siempre logro callarme como debiera, pero cada día
lo intento y avanzó más en mi propósito de solo hablar para servir de
bendición.
Créame, es muy
triste pensar que podemos ser venenosos usando nuestra lengua de manera
indebida. Pero la buena noticia es que la lengua puede ser usada para bendecir
y para alabar a nuestro Dios. Y ese debe ser nuestro propósito en la vida.
Cada día oro por un
grupo de personas de mi iglesia y de mis amigos. Ahora incluyo a personas que
encuentro en mi camino cada día, algunas veces sin siquiera conocer sus
nombres. Esa es una buena manera de usar nuestra lengua y usted puede hacer lo
mismo.
“…pero ningún
hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado, llena
de veneno mortal”. Santiago 3:8
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Oscar